martes, 22 de mayo de 2012

El vale, ¡vale!


A punto tan radical han cambiado los tiempos, y con ellos las costumbres, que a la voz de esta historia, más que probable parecería inevitable que el incrédulo interlocutor de ocasión salga con un sacarsmo tan común como "¡Y ahora, cuéntame un chiste de vaqueros!".

Se trata del vale, figura que Wikipedia reseña como "un documento comercial, para pagar un producto ya sea bien o servicio", y que en épocas que empiezan a ser remotas podía suscribirse sobre el primer pedazo de papel a la mano, sin huellas digitales, sellos, testigos, salvaguardas, fiadores, investigaciones crediticias, ni protocolos especiales que garantizaran su rigor y validez como instrumento de pago.

Concebido de esta manera, el vale tenía el mismo valor de la palabra empeñada. Por ejemplo, el propietario de una pequeña tienda de barrio podía acumular los suficientes vales, y al cabo de los días era exactamente como tener pagarés, letras o cheques con todas las de la ley, por el cual el titular de la firma allí estampada asumía su responsabilidad en el pago.

Con todo y su carácter eminentemente informal, basado en la confianza del acreedor y en la seriedad del deudor, en Colombia la institución del vale se abrió paso inclusive en ámbitos tan veleidosos como el café, nombre real y castizo pero al mismo tiempo algo peyorativo— con el que se designaba a establecimientos nocturnos vedados a las damas, donde los contertulios bebían y bailaban a la media luz hasta el amanecer, atendidos por mujeres necesariamente sensuales, proclives a estar ligeras de ropa e inevitablemente objeto de mala reputación. En particular desde el punto de vista femenino, el café era llamado cafetín, mientras las meseras recibían el despectivo nombre de coperas.

Tan fiable era el vale también en estos círculos, que al cabo de una jornada de bohemia, cuando al siempre ingrato momento de pagar la cuenta los comensales se hallaban con los bolsillos en déficit, firmaban el documento bajo la promesa, tradicionalmente cumplida, de responder una vez recuperaran la liquidez.

En tanto este instrumento de pago era toda una garantía, llegó a volverse costumbre que muchos clientes de aquellos sitios lo firmaran no sólo a manera de crédito para el consumo a borbotones, sino como recurso ya nada extraordinario para financiarse los favores íntimos de sus obsequiosas meseras. ¿Podrá alguien creerlo a estas alturas del Siglo XXI? Es probable que nadie. ¡Vale!

 

La magia de la luz de la vela

Al reconocerme en el privilegio de sobreviviente a ese naufragio inexorable que resulta el paso del tiempo, en medio del mar de cosas que ya no son, hoy puedo recordar cómo en mi primera infancia, aún entrada la sexta década del Siglo XX, muy cerca de la gran capital había municipios con algo de fluido eléctrico, cuando no resignados a existir en medio de la penumbra.

Puede parecer subjetivo, pero la falta de energía eléctrica no alcanzaba entonces el determinante rigor de estos tiempos, cuando, a pesar de la existencia de alternativas energéticas, apenas bastará con estar desconectados de Internet para entendernos no sólo aislados del mundo, sino, entre otras muchas sensaciones adversas, viviendo como primitivos.

Con inventos como las linternas recargables, ¿quién, a conciencia, tiene hoy la precaución de un par de velas para mitigar un apagón? A lo sumo las habrá lo suficientemente sofisticadas en función de una cena romántica de urgencia, tanto como se dispone del recipiente para enfriar el vino. Por lo demás, un paquete de velas no es asunto que suela incluirse en las compras del mercado. Dicho a propósito, no es tema que a nadie desvele.

Lo proverbial en otros tiempos y lugares apartados era aguardar la caída del sol para echar mano de las velas dispuestas en algún candelabro, cosa más bien de familias de mayor tradición, o simplemente habilitadas de modo artesanal en botellas rellenas de tierra o arena para infundirles mayor peso y resistencia a los improvisados envases. ¡Por Dios, ver surgir la luz de las velas tenía su encanto!

Así, para aquella niñez, hambrienta de historias fantásticas, desde lo épico hasta los géneros del suspenso y del terror, el universo a media luz alrededor de la titubeante flama instalada en el pavilo alcanzaba connotaciones mágicas con las narraciones dramatizadas de mi madre rodeada por niños del vecindario. Buena parte de aquella colección de relatos vivenciados incluía brujas, villanos, duendes, monstruos y mitos regionales capaces de congelar la sangre del auditorio, al punto, muchas veces, de que alguno de los espectadores entraba en shock.

Explicable en los niños, de tal magnitud eran la avidez, la devoción y la concentración de aquel público alrededor de determinados relatos, que los había favoritos, dignos de volver a ser contados, como las leyendas de La Llorona, El Mohán o La Patasola, cuestión que la audiencia asumía con la expectativa, el frenesí y el suspenso de la primera vez.

Alguna variante en aquellas veladas consistía en una sesión de sombras chinescas, que contra lo que su nombre pueda sugerir no provienen de China, sino de la Isla de Java, unos cinco siglos antes de la era cristiana. Concebidas como juego infantil, las sombras chinescas dieron vida al teatro de sombras que, procedente de Oriente, se hizo popular en Alemania y Francia, de donde se propagaron por el mundo.

Por supuesto, el intempestivo retorno del fluído eléctrico a la escena era recibido con natural desencanto. Con la destemplada exclamación al unísono de "¡Aaaaah, llegó la luz!", se producía el abrupto despertar del gran sueño. Sí. ¡Hasta el próximo apagón!